EDICIÓN DICIEMBRE 2005  
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VEN A MI CASA AMIGO
 
Claramente se desprende del título una actitud que se traduce en una invitación. Esta adquiere mayor importancia cuando se trata de invitar a nuestra casa, nuestro hogar. Cuando ello se concreta, la persona invitada puede ser amiga o simplemente conocida o de conocimiento de un tercero a quien sí conocemos. Pero nunca invitaremos a un enemigo.
 
El por qué es simple; nuestra casa es el lugar sagrado donde se refugian nuestros seres queridos (madres, hijos, hermanos, etc.), que puede o no contener bienes más o menos importantes, pero que nos pertenecen y donde en sus rincones o lugares elegidos, se esconde la riqueza de nuestros sueños.
Recordando a uno de los duros de nuestra historia, Sarmiento y traspolando la idea de nuestra casa a nuestro suelo o patria, éste decía: "¿Dirásenos que todos estos son sueños?, ¡Ah! en efecto, pero sueños que ennoblecen al hombre y que para los pueblos basta que los tengan y hagan de su realización, el objeto de sus aspiraciones para verlos realizados". (sic. Sus memorias).
 
Tal es la importancia del lugar, que descontamos que todos sabemos concientemente a dónde hemos invitado a alguien. En consecuencia cabe que demostremos el agrado que el invitado nos depara y que lo hagamos dentro de las costumbres de buena educación que nos enseñaron y las circunstancias exigen y si este fuera representante de otros amigos o de terceros conocidos, lo haríamos dentro de un comportamiento protocolar, cuyas reglas son más estrictas universalmente.
 

Si en el transcurso de la estadía de nuestro ilustre amigo o conocido, surgieran. como puede suceder, opiniones distintas, de ninguna manera, abriríamos la puerta de calle para decirle a los vecinos aquello que está sucediendo en su interior y nos disgusta. Pues sería darles a éstos una participación que no estaba prevista y además hasta los podríamos confundir en el arrebato de nuestro enojo.

 

Sólo recurriríamos a ellos (los vecinos), si nos encontráramos incapacitados física y mentalmente, para defendernos ante una agresión o un despropósito grosero o un exceso verbal que avanzara más allá de un límite mediante la fuerza de las palabras, es decir, una especie de bravuconada (patoterismo). Actitud que por lo general aquel que es invitado, aún descontento, evitará adoptar.

 
Pero en estas circunstancias extremas y poco comunes, cabrían dos salidas: una, si las ideas de nuestros invitados nos incomodan o no son coincidentes, nuevamente podemos recordar a Sarmiento cuando dijo "las ideas no se matan" y por lo tanto, las de aquel como las nuestras se mantendrán en el tiempo hasta que lleguemos a un acuerdo civilizadamente y la otra, si quisiéramos ejercer el derecho de defensa de algo propio, también deberíamos recordar, "que se puede defender con inteligencia, sin dejar de ser exigente", no olvidando que estamos en nuestra casa y que ello nos otorga un localismo agravante que no debemos popularizarlo, para satisfacer egos inoportunos que nos pueden hacer caer en el absolutismo.
 
Palabra esta última, criticada hace muchos años por Charles-Louis de Secondant, barón de Montesquieu en sus "Cartas persas", filósofo francés que no creía en la popularización de las democracias y sí en los derechos del hombre, si tenemos en cuenta lo expresado en su obra "El espíritu de la Leyes", aunque lo hizo en un sentido político y no semántico como el que tratamos.
 
Ocurre además, que la excitación producida por una contrariedad a veces no esperada, que no es este caso, nos puede desbordar y hacernos caer en un estado de irritación que nos desequilibre (La neurosis de los hombres célebres -entiéndase también notorios-, de José María Ramos Mejía 1878).
Corroborando las ideas de Montesquieu, en cuanto a su concepto sobre la "popularización de las democracias", Bertrand Russell varios años después (1872-l970) decía: "El derecho divino de las mayorías, si se lleva demasiado lejos, puede llegar a ser tan tiránico, como el derecho divino de los reyes".
El haber mencionado pensamientos de algunos personajes destacados de la historia universal, no significa que en el mundo que vivimos hoy, se apliquen tal cual se expusieron. El momento que nos toca transitar, es muy distinto al que aquellos vivieron.
 
¿Debemos preguntarnos por qué entonces los tenemos en cuenta? Aquí las respuestas pueden ser varias y están condicionadas.
 
Por un lado, consideraremos que esos hombres no fueron del montón, sino elegidos para que trazaran parámetros y líneas de ideas nacidas de un razonamiento puramente deductivo, basadas en la realidad, para que perduraran en el tiempo. Causa más que suficiente para que fueran respetados hasta el presente. Por otro lado, es indudable que marcaron profundamente caminos abiertos a la creación de conceptos básicos, que permitieron posteriormente a otros hombres, con su intuición e imaginación, hacer factible cambios para convivir en sociedad y entender lo maravilloso que es vivir respetando las leyes y haciendo el esfuerzo posible, para entender las ideas de los demás. (Declaraciones de los años 1789, 1793 y 1795, promulgadas por la Asamblea Constituyente Francesa y la Constitución de los EEUU).
 

No hemos dispersado los conceptos de la invitación y el comportamiento sobre el que discurrimos ante la eventualidad de un disentimiento. Sólo que informalmente pretendimos relacionarlo, hipotéticamente, con mensajes que nos llegan de algunos pensadores que nos precedieron.

 
Cabe con honestidad intelectual, decir o preguntarnos qué capacidad nos auto asignamos, para señalar como buena y positiva o mala y negativa, la actitud de quienes asumimos o asumieron dichas circunstancias.
 
El tiempo, únicamente el tiempo, nos indicará quién tiene o no la razón de los actos que realizamos.
 
 
Dr. Carlos A. Vázquez de Novoa
 
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